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El baúl de Mawey

MIL HORAS DE AZAR. 2

"LUNES"

Otro lunes más. El día amenaza con un gris plomizo y eterno.
Juan decide quedarse sentado en el banco, como otros tantos lunes, para ver a la gente pasar. Hace mucho frío, pero enfundado en aquella especie de abrigo-gabardina enorme, no parece que el clima le afecte mucho. Está acostumbrado.
Mira a uno y otro lado. Los viandantes siempre caminaban los lunes con prisa, y eso le hacía sonreír burlonamente. Gira su muñeca mientras la observa. No lleva reloj.
A su lado, la cafetería del hotel Santo Val, tan repleta que no cabe ni un minuto, hace caja sirviendo urgentes y diminutos desayunos a precio de oro.
Levanta su rostro un momento, saboreando el olor a bollo recién hecho, a café, a mantequilla. Siempre que su nariz recibía los olores de aquellos manjares, le entraba la misma picazón.
Se rasca fuertemente la nariz, y un escalofrío le recorre el cuerpo de repente.
Se envuelve todavía más en aquella gabardina ancha y sucia. Frunce el ceño. Aquel contraste de aromas era realmente vomitivo.
Un pie le empieza a doler. Demasiado temprano. Se quita su zapato con vistas, y lo sacude fuertemente contra el suelo. La gente al pasar le mira con cara de incredulidad y sonríen. A su espalda hay un cartel bien grande, donde se lee claramente la palabra "DINERO".
Otros, seguramente acostumbrados a su presencia, le saludan con una sonrisa afable, y dejan caer algunas monedas sobre su bordado pañuelo, perfectamente limpio y estirado en la acera.
El montón de monedas va brillando cada vez más.
Suena la campana de una iglesia cercana. Juan mira al frente. Las diez de la mañana. Hora de moverse, de desperezarse.
En la otra acera, cruzando la calle, una persona le mira sin moverse, sentado en el suelo;
frente a sus pies, algo parecido a una boina, o quizás una gorra, se muere de frío,
huérfana de dinero.
Juan recoje su pañuelo, con cuidado de no perder ninguna moneda, y cruza la calle para acercarse a su colega. El otro hombre se levanta del suelo, sonriente, para saludarle. Charlan amistosamente mientras Juan enciende un cigarro y se lo pasa.
Comienza a llover lentamente. Ambos corren para cruzar la calle y dirigirse a la cafetería.
Pasada media hora, el mendigo sale con sus zapatos rotos y la gabardina puesta, mientras Juan
le entrega el puñado de monedas que había recogido antes.
Saca un reloj de pulsera, se lo pone, y da un respingo.
Eran las once de la mañana y aún tiene mucho que hacer.
Se despide de su colega con un fuerte apretón de manos-¡Que dura es la vida, amigo! Hasta el lunes que viene.
Mientras el mendigo se despide sonriente, Juan dobla su pañuelo con cuidado y lo guarda en el bolsillo de su americana.
Dando grandes zancadas, Juan se dirije a su banco donde segurarmente le esperan impacientes, pues es el director de la sucursal.
No sin antes romper la multa del ayuntamiento que se arruga, mojada, sobre el parabrisas de su mercedes. Y es que nunca se acuerda de renovar el inútil papelito de la zona azul.
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Miguel Ángel W. "Mawey"
24 de Mayo del 2004 ®

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